El Playón, Armando Reveron |
Una playa blanca, en un sueño, que nada tenía que ver con el playón de Armando Reverón me hizo despertar días atrás, con alegría y vitalidad. Esa misma mañana, horas después, escuché a una mujer mayor decir tres veces una palabra que describía su estado de (continuo) ánimo y pensé en el terrible e inconsciente dominio que les damos.
Al observarla entendí lo que somos todas las mujeres, crecidas y muchas veces resumidas, en hijas, madres, tías, nueras, suegras, abuelas, nietas. No importa el orden del rol. El asunto es la palabra.
J. M. Briceño Guerrero, filósofo venezolano, escribió un libro juguetón y entrañable llamado Amor y terror de las palabras, uno de los pocos libros que me llevaría a algún destierro, en las que describe el poder y la fuerza que estas tienen. El impacto que recibimos desde el mismo momento que la sonoridad y la comprensión, se juntan.
“¿La noche devoraba todas las cosas nombradas y organizadas por el verbo hasta que el alba les restituía su significación? Recordé la magnolia y la imaginé fuerte, poderosa, bailando al viento esa pequeña danza suya tan parecida a la danza de las cobras…” (41)
Fue entonces cuando comprendí el rostro de aquella mujer. Sus surcos dentro de la delgada piel. La expresión de sus ojos, hasta el olor de su cabello y su piel. Vi a sus nietas descobijando el frio y sus pies desnudos tendidos en el aire.
Los huesos, músculos y tendones vibran con cada tino o desacierto de las palabras. La cultura decadente enseña a medirse en el miedo. Por lo tanto, fracasa la precisión, vibran las equivocadas razones del rumbo emprendido.
Cocoteros y playas, obras del pintor de la luz, tenían justamente la sustitución de la fuerza de los colores. La vacuidad, la ceguera de la misma fibra que compromete el raciocinio fueron la poesía de sus trazos.
Nunca había visto un cocotero blanco hasta que vi una obra de este hombre que vivió muy cerca de mi posterior respirar, por allá en Macuto, concretamente en Las Quince Letras, donde tenía un palacete de paja y un sinfín de rincones nutridos por el mar.
Así como Pablo Neruda en su casa en Isla Negra, salvando la distancia entre la colección de objetos, el lujo o la sencillez de mirar dentro todo lo que está afuera o viceversa, nuestro admirado artista catalogado de demente, tenía el barro, el trapo, la tinta de los excrementos y el sueño regurgitado de su mente.
La playa a la que ascendí no era la ciega condición de la luz que hemos, para variar, malinterpretado.
Era la familiar trascendencia de las señales.
Horas después esa abuela me dijo que estaba cansada de cuidar nietos, porque ellos la agobian, la sobrecargan en sus debilitadas fuerzas, que buscan la serenidad del regreso.
- No busco llegar al útero. Busco llegar a la orilla.
Nada más decir esa última palabra y sentir que mis pies se habían llenado de barro húmedo y sensible, fueron dos cosas simultáneas. Me encanta ese sonido que me lleva al vaivén del agua al llegar; ese retirarse para volver.
La verdad es que no me gustan los viejos quejosos. Las personas de edad que están apesadumbrados. No me gustan los pesimistas, Prefiero a los locos que actúan con la libertad de ser y por lo tanto no están dementes.
Sentir las quejas es sentir el dolor de lo que no han podido ser y las costumbres que, junto con los años, tienen una fuente parecida a las telenovelas: todo fracaso o chisme hay que celebrarlo como exagerado drama.
Cuando en la tarde, fui a celebrar el atardecer de ese día, me encontré con otra mujer, también mayor, culta en la cuenta del rosario que no se separa de sus manos y en la reminiscencia que consagra a recordar todos los seres fallecidos.
Nos tomamos un par de agua de coco juntas y celebramos el líquido salobre de las entrañas de las palmeras.
- ¿No te quejas nunca, Chepina?
- No tengo tiempo. Me quedo dormida en mis rezos. En otro día s eme olvidó a Antonio y tuve que comenzar de nuevo el Rosario. Después, me di cuenta que no había nombrado a Rafael y nuevamente empecé. Así estuve por horas. No sé en qué andaba mi cabeza.
- ¿Usted ha visto algún coco blanco como lo vio alguna vez Reverón?
- - ¡Ay mija!, ese hombre fue como muy bonito y yo la verdad lo único blanco que he visto es mi mente cuando invoco a San Miguel Arcángel y él se me aparece dulcito, como la miel (03/10/2016, Notitarde, Lectura Tangente).-
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