Llegamos. Después de una “cola” de carros porque justo ese día se realizó una vuelta ciclística y cerraron la vía principal, tras dos horas y media, con chaparrón incluido, arribamos al cementerio, que para fortuna de todos los sepultados y sus deudos, estaba limpio, bien resguardado, sereno, con la sombra de muchos ficus que crecieron con grandeza, sin la energía que generalmente tienen los camposantos.
Como está arriba de una loma y frente al mar, que se siente lejano y cercano a la vez, con una vista magnifica al cielo y a esa masa azul, ese día gris claro, el grupo sintió que había valido la pena el traslado a ese lugar.
Colocaron las flores, rezaron, pidieron. Estuvieron un rato en la serenidad del momento, aún cargado de emociones, algunos sin recordar nada del entierro de hacía años, pues las cosas cambian, los árboles crecen y sus sombras, aportan la frescura necesaria y no la resequedad que generalmente pulula en el recuerdo.
Antes de llegar allí pasaron muchas cosas. Retraso. Un desayuno tardío. Un conato de choque y los huecos que hubo que esquivar a lo largo y ancho de toda la trayectoria, larga, con millares de signos imposibles de explicar en la razón.
Justo para llegar al cementerio porque una de las vías está truncada ya que las lluvias se comieron un pedazo de carretera -hambrientas debían estar esas aguas- había que desviarse y cruzar por un barrio llamado “Angostico” y la verdad es que lo es.
Preguntando a lo largo del camino si por allí era la vía correcta, porque la cosa de ponía por momentos estrecha, llegamos frente a una casa donde un hombre preparaba una mezcla de cemento.
- Hola, ¿cómo está? ¿Es esta la vía para el cementerio?
- Sí, sigan derecho…
Y cuando dijo esto el carro dijo “Ya no mas”, se apagó y no quiso arrancar. Ya tenía más de siete horas de trayecto, con el tráfico lento incluido, y se merecía un descanso en el que nadie pensó.
Hubo que colocarlo a un lado para que pudieran pasar otros vehículos de la zona y los otros coches que ya se devolvían de igual destino. Había que esperar que se enfriara y se le echara su dosis de necesaria agua.
- Ustedes tienen suerte… en haberse detenido justo aquí. Yo trabajo en el cementerio y este lugar no está muy santo que se diga… bueno... como en todas partes… pero aquí las cosas no están buenas.
Miró hacia la casa donde estaba asomado un hombre y le hizo unas señas para que llegara hacia donde estábamos.
- Cuñao, parece que se les recalentó el carro…
- Caramba, señoritas, yo no soy así… a mi me gusta vestirme muy elegante, que todos me vean bien, lo que pasa es que estoy ayudando a mi cuñao a hacer unas escaleras para que pueda subir por el cerro, se me volvió flojo… o viejo… no sé, dijo Cheo, un hombre delgado, bien conservado, de ademanes rápidos y envolventes, vestido con un pantalón kaki y una chemise, manchadas de tierra
- No me saque la edad que yo aún no me he metido con usted, le dijo Antonio, un poco más bajito, algo gordito, con un bigote sonreidor.
- ¿Y no les has ofrecido agua a las señoritas? Trae unas sillas. Ustedes tienen suerte de habernos encontrado. Abra el capó para ver… A ese carro debió de darle sed. ¿Desde cuando están rodando sin detenerse en bomba alguna?
El agua estaba fresca y Cheo, gran conversador, resultó que era cantante. Iba a hacer un show en horas de la noche pero el trabajo en la casa lo estaba reteniendo más del tiempo deseado.
- ¿Y en que lugar canta usted?
- Yo canto en dos. En “La Zorra” y el “23 de Enero”.
Con el cuñao enfrente empezó a enamorar a una de las “muchachas” que no lo era tanto, pero que a sus ojos como que así la veía.
- No te puedes quejar le dijo una de las compañeras de viaje, bajito.
- ¿Por qué?
- Porque desde este barrio se ve el mar, tu sueño… una casa frente al mar…
Las mujeres se rieron a gusto mientras el calor y el sol inclemente, después del aguacero, daba todos sus toques de furia.
En eso pasaron tres hombres, dos jóvenes, que estaban caminando como las culebras, dando traspiés y semilunas, solo que no tenían los sentidos tan bien puestos como las víboras.
Los saludaron. Los cuñaos miraron a las mujeres y les dijeron que no se preocuparan que como estaban con ellos nada les pasaría. De hecho cuando regresaron cargados con una botellita, les regalaron unos chicles a ellas que no daban crédito a lo sucedido.
Seco estaba el automóvil. Encendió apenas un toque después de descansar y ser refrescado. No dio señales de recalentamiento. Otro milagro más de ese día.
Antes de despedirse Cheo quería tener un recuerdo de la mujer que le gustó. Entre sonrisas y gestos corteses se despidieron de esos dos caballeros de otro mundo que se encontraron en “Angostico”.
- Y entonces cuñao, ¿qué le digo a mi hermana?
Todos rieron. La ida al cementerio tuvo protección y encanto a la vez.
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