jueves, 6 de mayo de 2010

Encuentro

Si el cielo estaba amarillo ese día poco le importaba. Iba derecho a la mata de mango, a sentarse debajo de ella, en la silla deshilachada y vieja que allí se encontraba donde se sentaba todo el mundo y hasta el perro dormía por las noches. Cansada, esa era la verdad. Así estaba, tan temprana la mañana, y ya sentía en las piernas la pesadez tan común de los últimos tiempos, que iba y venía, dependiendo de los días y el momento.


Oyó el celular pero no había traído los lentes. No podía leer el mensaje, pero el tono de la canción le recordó la alegría que hoy sentía lejos.

Cayó un mango bastante cerca. No quería tomarlo como un presagio pero las cosas podían ponerse tensas ese día. O la vida estaba importunada también, porque ella vivía buena parte del tiempo quejándose.

El olor rancio de los mangos descompuestos le hizo entender que había mucho por hacer pero estaba esperando, lo que tantos años le habían negado.

“Como el mango, tendré que caer a tierra”, se decidió. Sabía que no iba a ser fácil. Le asaltó la idea inmediatamente. Eterno juego de lo que busca construirse y no se logra.

Se levantó. Le dijo adiós al cansancio empezando a recoger los mangos. El perro no disimuló y se sentó en la silla. Ella lo sacudió mientras dócil, meneaba la cola.

Después de sentir su cuerpo sudoroso y amplio en energía sintió la revitalización de forma inmediata. Se dio una ducha rápida, con el agua fría que bajaba de la montaña y decidió irse a caminar por el cerro que estaba detrás, aún quemado, con pequeños retoños muy verdes, por la recién llegada lluvia.

Miró al sol y se arrepintió de no haberse cubierto la cabeza.

Una nube alborotada de pericos estaba en un árbol cercano amancillando cualquier mezcla de derrota.

El celular insistía con mensajes nuevos. Iba a cambiar el tono. Por más alegría que anunciaba contrastaba con el escenario que ella intentaba recorrer a diario.

La casa, el patio, el agua. El agua, la casa, el patio. El desayuno, el almuerzo, la cena.

Un perfume suave, de madera quemada, le hizo ver que cerca de la suya la leña también ardía.

Dos casas con una distancia acorde. Ella sabía que allí vivía un hombre y el debía saber que estaba ella allí. Ninguno se acercaba a pesar de los años de ese compartir y de verse de vez en cuando, a lo lejos.

“Tierra, pisa tierra, María José” se dijo a sí misma.

Encontró un cuarzo ahumado saliendo de una pequeña loma. No podía pasarle desapercibido el encuentro junto al pensamiento.

Se decidió. Lo tomó con cuidado y dulzura. Fue a llevárselo al hombre que vivía solo como ella. Creyó que se iba a sorprender y la recibió como la si la conociera de toda la vida. Lo peor o mejor de todo era que así era. Mucho debía haberla pensado, y se felicitó a si misma por tener la autoestima alta.

“Tan cansada no estoy”, se felicitó.

Vio que en una cesta a un lado del porche de la casa de Pedro José, porque así se llamaba, su vecino, había un grupo de cuarzos como el que ella traía para él.

Se lo dio, de todas formas, y él lo aceptó con una gran sonrisa. Lo miró con fijeza. Lo observó en cada detalle. Tenía una punta.

- “Ya buscó el sol… lo pondré debajo de mi cama… en una tinaja con agua que tengo allí…

- Pedro José… dígame qué le pasó… ¿por qué está tan solo cómo yo?

- Fue una decisión muy mía… como creo que fue la suya, ¿verdad?

- Sí, creo que también me llevo la curiosidad de preguntarle porque a veces yo misma lo hago, pero me siento bastante tranquila aquí, en este espacio. Diría que hasta a veces me siento reconfortada con todo lo que acompaña la naturaleza.

-Yo le tengo a usted otra pregunta… ¿por qué hoy se acerca usted a mí?

- Decidí que hoy iba a ser un día distinto. Salí a caminar sin saber que iba a hacer esto. Pero usted sabe que las memorias encuentras sus alas…

- ¿Cómo así? Cuénteme, bien sabe que tengo tiempo, como usted…

- Siempre busco los milagros de cada día. No hay que ir muy lejos para encontrarlos.

- ¿Es usted cristiana?

- ¿Usted ateo?

Los dos rieron con cierta malicia. Ninguno de los dos servía para evangelizar. El café estaba caliente y había que servirlo en la taza del suceso, fuerte y vigoroso que ofrecía la vida, desde la soledad, que nunca había existido, así como el cansancio de reencontrarse.

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