Tan equivocada que pensé
que era siniestra. Allí estaba expandida
cual flor de loto en el medio de un jardín que figuraba tierno pero no lo era.
Es el parque mas idílico que he visitado y fue en pleno invierno en Omaha; el
agua helada colaba hacia el lago que ya estaba congelado pero por alguna y
caprichosa razón ese pequeño cauce no lo estaba y era blanco, repleto de verde,
atascado de amarillo y algún excéntrico rojo bordeando las piedras que lucían
jugosas, aquella tarde en que no tenía ningún problema en quitarme la ropa y
sentir la nieve entre mi piel.
Al encender la hoguera
estuvimos tratando de retener la imagen. Imposible. Su lenguaje estiró lo
incomprendido.
La habitación del hotel
gemía en uno de los peores inviernos que azotaron en sesenta años y pese a
todos los pronósticos, los tres, nos cobijamos en la orilla de la ventana.
Prohibido salir. Eso era lo que más queríamos.
Y lo hicimos, siempre, a
la mañana siguiente. Cuando el sol medio, o medio sol, o esa cosa desprovista
de luz que enceguecía apenas se asomaba, permitía ir a calentar el vehículo que
tardaba alrededor de media hora en encenderse, mientras alborotábamos a las
escasas ardillas del lugar y veíamos, el estupor, de quienes de seguros
ventanales nos percibían como locos latinoamericanos; tal vez árabes;
incestuosos de alguna que otra orilla.
Los tres éramos felices.
Ataviados con chaquetas, con el gusto de sacárnoslas y dejar ante la luz de la
nieve las pieles que nos recubrían. Desnudarse era el atroz deseo de la
caverna. No lo podíamos hacer pero liberábamos los tejidos hasta tener fino
contacto con el frío.
Jamás entendí por qué
vivían apartados. Allá los nativos.
La nieve tiene un paisaje
manso por eso muchos se refugian en las salas de cine que tienen de veinte en
adelante a dispararse la ilusión cantada.
En ese momento era el
estreno de Titanic. Tres horas de drama, más frio y la mayor alforja de
cotufas.
Los primeros planos se me
hicieron planos y vi la vida desde los pies colgantes del mar lento de la Antártida.
Abracé a mi esposo. Los
dos, con todas las fuerzas, a nuestro hijo. No volvimos a salir al invierno y
yo lo lamentaba mientras preparaba café en la pequeña habitación y miraba por
la ventana como esos diminutos, hechiceros, y hasta artísticos copos de nieve
eran capaces de almacenarse en metros que no dejaban cruzar hacia la otra
orilla.
La soledad del frío era
intensa. Nadie caminaba por las calles anchas y blancas, con apellas rayas
sucias por los cauchos de los automóviles y camiones.
Todos estaban refugiados
en lugares cálidos. Librerías, bibliotecas, aulas, restaurantes, tiendas de
pan, lavanderías, cines y los más diversos lugares que servían de refugio.
Pero empecé en este relato
con una figura distinta al recuerdo.
Tan equivocada que parecía
siniestra.
Así de básico es todo
esto.
A lo largo de la vida
conocemos gente que anda por allí desambiguada si es que esta palabra existe y
la acepta el diccionario.
En la polifonía de los
caracteres llegó esa trufa inminente de obstáculos que se cruzan en el camino
cuando el reacomodo intenta ser feliz.
Todo lo que rompe duele.
Todo lo que se acerca y es
permitido tiene consecuencias.
Todo lo que miro en el día
de hoy que fue sin ser es asquerosamente la imagen del duelo del destino.
No importa nada. Vendrán
siempre a robar.
Y todo importa, pero la
clase estuvo mal instruida.
Lo que pervive es el buen
recuerdo, la nieve, ese manto de agua que venía y se iba sin detenerse. Que
quería nuestros cuerpos pero fue incapaz de asaltarnos porque había un respeto
de luz, sin tachadura, sin mordedura; con todo el alivio de sabernos eternos.
Ciertas calles del centro
respiraron al Lejano Oeste pero la nieve se encargó de sepultar el dolor, todas
las veces que éste se levantara e intentara persuadir a los distraídos.
La música se detuvo:
supimos que las ardillas son puentes entre el sol y el río; que es mentira la
eternidad del deseo porque este jamás sobrevive y que el amor, sin
distracciones, tuvo Nevada adentro fuente reservada (Lectura Tangente 02/02/2014, Notitarde).-
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